Hace años que leí en una revista un artículo sobre la mayor colección de Bugattis del mundo y la peculiar historia tan impresionante que había detrás de ella. Desde entonces tenía claro que tenía que ver con mis propios ojos la Colección Schlumpf, el mejor museo de automóviles del mundo.
En los últimos 6 años he estado en tres ocasiones a menos de 30 km de este centro de obligado peregrinaje para cualquiera que tenga un mínimo de pasión por el automóvil. Lamentablemente, en ninguna de esas ocasiones hubo oportunidad de ver este museo ni el de Peugeot que está a un tiro de piedra de éste, en Sochaux, y eso que, quien me invitó en una de las ocasiones en el viaje, fue la propia Peugeot con motivo del lanzamiento del Peugeot 308 SW.
Este mes de noviembre por fin pude cumplir el sueño de acercarme hasta Mulhouse, conocer esta maravilla en primera persona y poder tachar de mi lista de deseos uno más. Además, he tenido la suerte de que me acompañase mi padre en esta ocasión, y no se me ocurre mejor compañero para hacerlo, la verdad.
En mi cabeza de psicópata de los coches clásicos hay una serie de eventos que considero que hay que ver, al menos una vez en la vida y por este orden de preferencia:
- La Techno Classica de Essen
- La colección Schlumpf en Mulhouse
- El Concurso de Elegancia de Villa d´Este
- Las Mille Miglia
- El Concurso de Elegancia de Pebble Beach
- El Festival de Goodwood
- Las 24 Horas de Le Mans Clasicas
Hasta ahora sólo he podido peregrinar a las dos primeras y son muy diferentes. Me han impresionado mucho más los coches que he podido ver en Essen que en Mulhouse. Confieso que los modelos pioneros (anteriores a 1910) no me apasionan tanto como los posteriores y, en la Cité de l´Automobile, más de un centenar de modelos son pioneros. En cambio, la sensación que he tenido visitando la colección Schlumpf ha sido inigualable por la calidad de algunas de sus piezas y por la historia que hay dentro de esas paredes con la que me siento muy identificado, pues padezco la misma enfermedad que Fritz Schlumpf. Por suerte o por desgracia no tengo su capacidad económica y estoy rodeados de amigos y familiares que me mantienen con los pies sobre la tierra, pero la locura por los engendros mecánicos de otra época está ahí.
La maldición de Fritz Schlumpf
Para entender un poco mejor la historia que hay detrás de esta colección vamos a conocer un poco a quien ha hecho posible ver juntas tantas obras de arte con ruedas: Fritz Schlumpf.
Descrito como un empresario suizo, Fritz nació en Italia, en Omegna concretamente, en 1906 (debe de haber algún vórtice en el espacio tiempo en ese año, pues también se fundó Estrella Galicia 😉 ), aunque con apenas dos años su familia se mudó a Mulhouse, que en aquellos años pertenecía a Alemania y no a Francia.
En esta ciudad, Fritz y su hermano Hans poseían y dirigían una próspera industria de hilaturas. Pese a ser el más joven de los dos, Fritz siempre llevó la voz cantante, tanto en las labores de dirección como en las comerciales y, también, en la relación entre ambos hermanos, contagiando a Hans su pasión por los coches clásicos, una enfermedad que contrajeron en 1939.
Mientras en España se acababa la Guerra Civil y en Europa se forjaba la Segunda Guerra Mundial, Fritz Schlumpf se compró un viejo Bugatti 35b (en 1939 no era un coche clásico sino un vetusto deportivo con 15 años sobre sus remaches) con el que participaba en algunos eventos deportivos. Ni él era un aguerrido piloto ni su coche era competitivo, pero del mismo modo que a mí me ha pasado con mi Karmann Ghia Typ 34 o actualmente con el SM, Fritz empezó a admirar cada detalle de su Bugatti, a obsesionarse con él y a contagiar a su hermano Hans, que se convertiría en su aliado perfecto en la búsqueda de más y más piezas.
La muerte de su madre en 1957 disparó un interruptor en sus cabezas y, desde entonces, las compras de coches se hacen más compulsivas, pero no es precisamente un síndrome de Diógenes lo que les ataca; sabían muy bien lo que compraban y tenían claro cuál era su objetivo, como veremos en el siguiente apartado.
En apenas 25 años ya acumulan más de 400 coches. Lograr estos números hoy en día es muy sencillo; sólo necesitas dinero y una conexión a internet para comprar en subastas todo lo que quieras, pero hace más de medio siglo las cosas eran mucho más difíciles. Aunque los hermanos Schlumpf tenían sus contactos y ojeadores, la mayoría de las compras las hicieron en persona y, las que se realizaron dentro del continente europeo, en su mayoría a bordo del Mercedes 300 SL «alas de gaviota» que se puede ver en el museo.
Los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron fatales para muchos fabricantes de automóviles, especialmente los de lujo, que se vieron obligados a cerrar sus puertas. Una de las fábricas en liquidación fue Bugatti y Fritz Schlumpf tuvo la oportunidad de hacerse con muchas joyas de la fábrica y de la propia colección personal de Ettore Bugatti, entre ellas su formidable Coupé Royale Napoleón, un coche que se merece un apartado especial en este artículo. Pero la verdadera joya que logro Fritz con esa compra no fue ni un coche, ni un motor ni un autógrafo del propio Bugatti, no, fue una simple lista en un papel: los nombres y direcciones de los clientes de Bugatti.
Fritz y Hans dedicaron días a escribir cartas personales a cada uno de los nombres de aquella lista y les comunicaban su interés en comprarles su Bugatti. Este golpe de suerte ha sido vital para reunir bajo un mismo techo nada menos que 123 Bugatti de todos los tamaños, épocas y valores. Así es como un simple papel -y una buena cuenta bancaria, obviamente- acabó reuniendo la mayor colección de Bugatti del mundo.
Es curioso como la vida acaba creando coincidencias. Ettore Bugatti murió en 1947 poco después de sufrir una apoplejía provocada por el disgusto de ver cómo su fábrica era expropiada y dada a otro industrial tras la Guerra; Fritz Schlumpf falleció en abril de 1992, apenas un año después de poder volver a poner un pie en el que fue su museo y exclamar «Es mi museo… Me han robado mi museo. ¡El museo más bonito del mundo!” según refleja su viuda Arlette Schlumpf, quien por fin consiguió que en el nombre del museo se incorporase «Colección Schlumpf».
Cité de l´Automobile: de colección personal a museo nacional
Como decía antes, la obsesión de los hermanos Schlumpf tenía un objetivo bien definido y prácticamente lo cumplieron: crear el mejor museo de automóviles del mundo. Por desgracia para ellos, las puertas las abrieron otros.
Fritz tenía claro que poseía una colección de coches inigualable y algo así se merecía un lugar a la altura para su exposición. La ubicación la tenía clara, bastaba con retirar los viejos telares de una de sus naves y aprovechar su estructura industrial con los característicos techos en forma de diente de sierra para proporcionar luz natural y un espacio diáfano donde poder colocar su medio millar de coches, incluso sus columnas de hierro eran perfectas para coronarlas por otro de los caprichos de Fritz: la réplica de las farolas del puente de Alejandro III de París.
Se dice que Fritz cruzaba el puente una noche y paró el vehículo para contemplar con detenimiento estas fabulosas luminarias de finales del siglo XIX. Pensó que eran ideales para crear el ambiente perfecto para exponer los coches de preguerra de su museo, iluminados del mismo modo y con el mismo estilo que en su época. Primero encargó un centenar de réplicas y destinarlas sólo al apartado de los coches más antiguos, pero al final decidió dar más uniformidad y en total son más de 900 las que iluminan toda la estancia.
Este tipo de decisiones y perfeccionismo tuvieron la culpa de que su proyecto se demorase cada vez más, aunque es posible que, en el fondo, realmente lo que quería era que fuese SU museo y no abrirlo nunca al público. Durante años, sólo unos pocos amigos personales y mandatarios tuvieron la oportunidad de ver lo que había en aquella nave cerrada a todos, incluso a los empleados de la fábrica.
La afición y la posición social de los Schlumpf permitieron que se relacionasen con varios fabricantes y personalidades del automovilismo, entre ellos Juan Manuel Fangio, Enzo Ferrari o Gordini, quien llegó a decir que aquello era el Louvre de los automóviles. Esto permitió también que acabasen bajo su techo muchos coches de competición de Ferrari, Maserati, Gordini… e incluso que sus mecánicos oficiales trabajasen en las tareas de restauración una vez desmantelada la sociedad Gordini.
A partir de 1966 los hermanos Schlumpf pisan el acelerador para restaurar sus coches y acondicionar la nave de su museo, pero su perfeccionismo, las revueltas sociales y su cada vez mayor descuido empresarial llevarían a un desenlace dramático.
Es cierto que la obsesión de los Schlumpf era cara y se tragó muchos de los beneficios de su próspera industria textil, pero que me digan el nombre del empresario que reparte dividendos entre sus empleados de forma altruista en lugar de amontonar millones en su cuenta bancaria. Éstos, al menos, estaban amontonando algo que al final ha creado algunos puestos de trabajo y una cápsula del tiempo para que podamos conocer un siglo de historia en un solo edificio.
A mediados de los años setenta, la fábrica de Mulhouse hace aguas por todas partes. Los hermanos no tienen ganas de seguir atendiendo su dirección e intentan en varias ocasiones deshacerse de ella y que otros tomen las riendas, incluso se la ofrecieron a sus propios trabajadores como cooperativa por el simbólico precio de un Franco, oferta que despreciaron. Sin acuerdo con las autoridades francesas, los Schlumpf dimiten de sus cargos en la empresa y dejan la dirección en manos de un administrador judicial.
Los empleados se amotinan y los Schlumpf se ven obligados a poner tierra de por medio, regresando a Suiza, donde reciben en marzo de 1977 la noticia de que su colección abre las puertas al público como «Museo de los Trabajadores«.
Desde la huida de los Schlumpf hasta esa fecha, la colección pasó momentos críticos. Muchos de los empleados opinaban que el tesoro con el que se encontraron era su botín de guerra, que los coches debían venderse y con el dinero resarcirse sus deudas. Otros, en cambio, pensaron que lo más razonable era abrir el museo y que sus beneficios fuesen los que pagasen sus salarios. Las discusiones estuvieron a punto de acabar en tragedia pero al final se optó por la segunda alternativa.
Por desgracia, los obreros que se alzaron contra la mala dirección industrial de los Schlumpf no fueron capaces de demostrar mucha habilidad con el museo. Pésimamente gestionado y en riesgo de acabar siendo esquilmado por ellos mismos, el museo se mantiene abierto a trancas y barrancas sólo durante dos años. Afortunadamente Francia tiene más carácter que España para estas cosas y el propio gobierno decide «expropiar» tanto los edificios de las fábricas como la colección y el museo, por lo que pagaron un total de 44 millones de Francos – unos 7 millones de euros- una suma ridícula si tenemos en cuenta que, sólo uno de los dos ejemplares de Bugatti Royale ya supera los 20 millones de euros.
Liquidadas las deudas y ya en manos públicas, en 1982 reabre sus puertas el Museo Nacional del Automóvil de Francia después de 3 años de cerrado y con muchas incertidumbres sobre el destino final de esta joya. El propio François Miterrand, que en 1977 había definido el escándalo de la colección Schlumpf como un ejemplo del delirio de los egoístas empresarios, cambió su discurso con los años y en 1994 declaró que haber reunido esta colección había permitido crear algo hermoso e histórico.
Durante años, la familia Schlumpf ha litigado contra la rocambolesca expropiación de su colección. Lo único que han obtenido a cambio es, en una sentencia dictada en 1989, el reconocimiento de su historia y que al nombre del museo se le añadiese, por decreto, «Colección Schlumpf», y la devolución de una decena de vehículos.
La visita a la Colección Schlumpf
Después de años deseando verlo con mis propios ojos, por fin llegó el momento de tomar la pasarela que cruza el río desde el aparcamiento hasta la vieja fábrica de los Schlumpf. Confieso que no las tenía todas conmigo. Muchas veces me he llevado decepciones al ver lugares sobre los que me había creado enormes expectativas en mi cabeza, pero esta vez no fue así y lo que he podido disfrutar en la Cité de l´Automobile ha superado incluso mi imaginación. Créeme, si te gustan los coches y su historia, debes ver esto.
Nada más entrar uno se da de bruces con la tienda del museo (que sí me decepcionó, con poca variedad de recuerdos y de calidad mejorable) y la taquilla de las entradas. Abre todos los días del año, salvo las fechas ineludibles, y cuesta 13 euros la entrada normal. Podía haber intentado acudir gratis con una acreditación de periodista, pero considero que estas cosas deben ser mantenidas, y lo que me han dado a cambio de pagar estos trece euros me parece que ha merecido la pena.
Una vez sorteados los tornos de acceso te encuentras recorriendo un oscuro pasillo en el que están expuestos en pedestales unos motores que son lo único iluminado. Frente a ellos hay un pequeño atril en el que se describen algunas de sus prestaciones y un pulsador que, al activarlo, aumenta la iluminación y enciende una animación en la que se puede ver cómo funciona ese motor y, además, escuchar su puesta en marcha y su aceleración.
Ver la genialidad de sus mecánicos hace un siglo, capaces de diseñar culatas multiválvulas con complicadísimos sistemas de distribución es una maravilla.
Muchas de estas tecnologías ya las conocía, pero no las había podido ver en directo y, por encima de todo, si algo te enseña este museo es que, por mucho que uno sepa sobre el tema, todavía hay mucho que aprender.
Por ejemplo, sí conocía las culatas con 3 válvulas por cilindro de Bugatti y cómo se las ingeniaba para hacer culatas hemisféricas con un único árbol de levas para mover todas sus válvulas, pero no tenía ni idea de que en 1942 uno de sus motores fuese capaz de girar a 12.000 rpm sin desintegrarse, el que puedes ver en la imagen sobre estas líneas.
Además de otros motores de pioneros como De Dion Bouton, en este pasillo puedes ver un bastidor de un Bugatti sin carrocería. De este modo quedan al descubierto sus entrañas y secretos, puedes ver sus peculiares suspensiones con ballestas en semicantilever, la forma en la que se fijaba el diferencial trasero con una ingeniosa barra de empuje articulada para que los caballos tirasen del carro sin que el eje trasero adelantase al coche… todo esto te maravilla todavía más cuando sabes que Ettore no tenía formación de ingeniero ni de mecánico sino que provenía de una familia de artistas. Pese a ello, fue capaz de registrar más de un centenar de patentes, algunas de las cuales siguen vigentes en el automóvil actual.
Este hecho me recuerda a una conversación entre dos ingenieros aeronáuticos que vi en un reportaje sobre el diseño del Concorde. En él, bajo una de las alas, uno de ellos hablaba sobre cómo llegaron al perfil definitivo del ángulo de ataque de los planos del Concorde. El ingeniero decía que habían llegado a esa forma después de miles de horas de estudio, que esa era la más eficiente y que, casualmente, además era la más bella. El otro ingeniero le replicó y le dijo que no era así, que lo natural es que las cosas perfectas sean bellas. Supongo que ésa es la forma de pensar de Ettore Bugatti.
Terminado este pasillo uno llega al siguiente en el cual están aparcados varios Bugatti T57 de diferentes carrocerías y decoraciones. Uno de ellos está “explosionado” para que puedas ver, por un lado su carrocería con el armazón de madera, por otro su bastidor y su mecánica (con curiosidades como las trampillas termostáticas del radiador, que te dejo en detalle en esta foto), su salpicadero o la escultura que forman su capó, su coraza y las aletas delanteras.
Al final de este pasillo llegas a un hall en el que hay una réplica de un Bugatti T41 Royale junto con el molde necesario para elaborar sus enormes aletas, encargadas de cubrir unas ruedas enormes montadas en llantas de aleación de 24 pulgadas y separadas entre sí por una batalla de 4 metros. Entre los ejes de un Royale cabe un VW Golf, para hacernos una idea de su tamaño.
Junto a él el coche del presidente de Hong-Kong, que es, tal vez, la nota más discordante del museo.
Después de este recibidor uno llega a la enorme sala de 20.000 m2 en la que se colocan los más de 500 coches que forman la colección. Están colocados por épocas y orden cronológico. Ningún otro museo del mundo reúne más de cien modelos pioneros (de entre 1878 y 1909). Confieso que no es mi época preferida del automóvil, pero es una oportunidad única de comprender cómo fue la transición del coche de caballos al de motor (ya fuera de vapor o de petróleo ligero), ver el ingenio para transmitir el movimiento de los motores a las ruedas mediante cintas de cuero, cadenas… o incluso el paso del control de la dirección de palancas al primer volante como lo conocemos en la actualidad, nacido en 1903.
En uno de los laterales del pasillo hay un acceso a otra sala. Está algo oculta porque se aprovecha una pared para poner una proyección sobre la historia del automóvil, en este caso dedicada a los vehículos anteriores a la Gran Guerra.
Entrar en esa sala es algo indescriptible. Todo el museo tiene sus coches expuestos sobre gravilla, pero los que están en ésta estancia descansan sobre terciopelo y dos de ellos se encuentran en pedestales: dos Bugatti Tip 41, uno de ellos Limusina y el otro, el famosísimo Royale Coupé Napoleón de Ettore.
En todo el museo hay nada menos que 123 Bugatti. La mayoría de ellos se encuentran en esta sala, repleta de casi todos sus modelos más lujosos y deportivos, pero convenientemente acompañados de algunos de sus más ilustres rivales para que uno sea consciente de la supremacía de Bugatti sobre ellos. Las mejores berlinas de la época están allí congregadas: Isotta Frascini, Voisin, Rolls Royce, Maybach… de todos ellos, además de los Royale, me quedé más impresionado con el Mercedes 540K Roadster, el Delahaye y los acongojantes Hispano Suiza J12, maravillas dotadas con el motor de 12 cilindros más avanzado de su época y que hacían palidecer incluso a los Rolls Royce.
Después de un rato en el que no te puedes creer lo que estás viendo y no paras de frotarte los ojos, vuelves a la sala central decidido a cambiar de década y te das cuenta de una cosa: hasta que (ya sé que esta afirmación resultará impopular, pero es así) Hitler decidió hacer millonarios a los fabricantes alemanes subvencionando competiciones y tecnología, la creme dela creme de la industria del automóvil estaba en Francia. Sí, hay decenas de Daimler y Benz con y sin el nombre de Mercedes sobre sus radiadores; sí, sin duda son formidables, pero no tienen nada que hacer frente a los modelos contemporáneos de De Dion Bouton, Panhard et Levasor… y de decenas de fabricantes franceses de los que ni siquiera has oído hablar, mucho más sofisticados técnicamente y avanzados que los alemanes. Incluso te llevas la sorpresa de encontrarte con uno de los pocos Audi de la primera época (antes de resucitar este nombre en los años sesenta) fabricado en Francia.
En la pared del fondo de la nave hay otra sala adyacente que está destinada a exposiciones temporales y que, en esta ocasión, se dedicaba a la historia del Chevrolet Corvette, presente en todas sus generaciones.
Años treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta… la exposición te deja claro cómo evoluciona el automóvil europeo en esos años y es imposible pretender abarcar todos y cada uno de los modelos allí expuestos de manera detallada, lo cual requeriría un libro entero… y por fascículos, así que me centraré en los que más me llamaron la atención a mí, además del SM del propio Fritz, obviamente:
- Lancia Lambda 1923: no es un coche especialmente bonito ni sus prestaciones son formidables, pero es el padre del automóvil moderno y nunca he tenido la oportunidad de ver uno en directo hasta ahora, gracias a los Schlumpf. Fue el primer coche con carrocería de acero autoportante y no sólo eso, también el primero con suspensión independiente en el eje delantero y me ha dejado impresionado ver cómo es, con unos brazos telescópicos verticales en cada rueda delantera.
- Alfa Romeo 8C aerodinámico 1936: esta maravilla estética es considerado como el primer automóvil con faros retráctiles en Europa. Monta el motor de 8 cilindros legendario de Alfa Romeo con 2,9 litros de cilindrada y una potencia de 220 CV. Era capaz de alcanzar los 220 km/h, una cifra estratosférica hace 80 años.
- Panhard Dynavia de 1948: con un sencillo motor de 2 cilindros refrigerados por aire y sólo 605 cm3, este cochecito tenía un coeficiente aerodinámico Cx de 0,26 y un consumo medio de sólo 3,5 l/100 km, siendo capaz de alcanzar los 130 km/h… justo lo que necesitamos en 2017.
- Grégorie Sport Cabrio de 1955: este descapotable no es especialmente bello ni estratosférico, pero sorprende lo avanzado que era hace más de 60 años. Tenía una carrocería autoportante fabricada en aluminio (casi medio siglo antes de que el primer Audi A8 “inventase” esta tecnología), motor sobrealimentado, dirección por cremallera y un avanzadísimo sistema de suspensión totalmente independiente de dureza variable.
- Arzens de 1942: viéndolo de cerca estoy convencido de que en realidad se trata de un Biscuter con una extraña cúpula sobre su bañera, pero su diseño me pareció muy avanzado y creo que muchos de los coches autónomos que vendrán a recogernos a casa para llevarnos al trabajo tendrán soluciones inspiradas en esta especie de extraterrestre.
- Aston Martin Lagonda de 1974: es uno de los modelos más modernos de la colección, poco anterior a la quiebra de la compañía y el comienzo de la pesadilla para los Schlumpf. Su apellido proviene del nombre de la marca Lagonda absorbida por Aston Martin años antes. Sus diseñadores se volvieron locos y quisieron hacer un cuadro de mandos inspirado en el del caza F15, con head up display incluido y todo un arsenal electrónico. Su desarrollo se disparó en costes y al final salió al mercado a medias. Era el coche más caro del mundo en su época y para muchos uno de los menos agraciados. A mí siempre me ha gustado y creo que en directo es infinitamente más bonito y proporcionado que en imágenes. Sólo se fabricaron 645 unidades.
Un detalle que me encanta de los coches expuestos es que están en buenas condiciones pero no sobre restaurados. Me cansa ver coches de los años 30 pintados con un brillo inalcanzable para las pinturas de aquellos años. Aquí todo parece auténtico, porque todo lo es.
Tras la tercera pared del cuadrado que forma la exposición central está la salda dedicada a los modelos de competición.
No me apasionan los coches de carreras modernos. Los considero demasiado alejados de la realidad y se me parecen a un coche como un huevo a una castaña, pero esto no era exactamente así hace unos años. Sí, sus potencias específicas y sus prestaciones no tenían nada que ver con las de las carrilanas que circulaban por las calles, pero en esencia eran idénticos.
Entrar en esta sala y ver un centenar de coches de carreras, algunos con cien años de edad, resulta emocionante y también son una lección de historia y de cómo ha cambiado la sociedad.
No es que los F1 actuales sean una sala de masajes para los pilotos, pero ver el habitáculo del Talbot, con el árbol de transmisión atravesando el costado derecho del asiento, la ridícula palanca de cambios, el enorme volante necesario para controlar un bólido capaz de alcanzar los 300 km/h sobre unos neumáticos con un agarre que nos haría palidecer en una rotonda… realmente estos pilotos estaban hechos de otra pasta.
Sólo con imaginarme el enorme Mercedes SSK de finales de los años veinte lanzado a más de 200 km/h por una carretera sin asfaltar y tratar de dominarlo me pone los pelos de punta. Tendemos a subestimar las prestaciones de los coches antiguos, creemos que no corrían demasiado y no es así. Muchos eran rápidos, muy muy rápidos, incluso más que muchos de los coches que conducimos en la actualidad. Donde más han avanzado es en los frenos y en las suspensiones. El peor de los coches modernos frena en menos de la mitad de metros que el que mejor coche de carreras de aquella época.
Llevar estas máquinas a toda velocidad requería de una enorme capacidad física y una habilidad tan grande como la inconsciencia necesaria para atreverse a intentarlo.
Los coches están expuestos de manera exquisita. Muchos de ellos se posicionan como en las parrillas actuales, otros, en cambio, están aparcados en batería como en las primeras carreras, en las que los coches esperaban en silencio a que sus jinetes se sentasen en ellos de un salto mientras sus mecánicos los ponían en marcha a empujones. Impresiona verlos en sus colores originales y como eran en la época, representando a sus naciones: rojo para los italianos, verde para los ingleses, azul para los franceses y blanco para los alemanes, hasta que tuvieron que lijar la carrocería de uno para cumplir el reglamento de pesos y a partir de entonces pasaron a ser “las flechas de plata”.
Después de ver todas estas maravillas se acaba el pasillo en una esquina que da acceso a la otra cara del cuadrado tras su pared y en la que te encuentras con un Bugatti Veyron que no dice nada después de ver a todos sus antepasados y con el que ves que no hay ningún nexo salvo su nombre, varios Peugeot 205 T16 y Renault 5 Turbo de rally y la unidad número 10 millones del Peugeot 206 fabricado en la factoría de Peugeot en Sochaux… todo se acaba.
El Bugatti Royale Coupé Napoleon
Los coches de lujo no se vendían completos. El fabricante producía el chasis con la mecánica y las suspensiones y frenos, para que el cliente lo carrozase por encargo a su gusto.
Cuando Ettore se propuso hacer el más grande y mejor coche del mundo decidió que sería el T41 y tenía previsto fabricar una treintena de unidades para la realeza y los hombres más ricos del mundo. La primera unidad de este modelo (que se denominaría Royale) estaba previsto que fuese entregada a don Alfonso XIII, rey de España y apasionado de los coches, pero al monarca se le torcieron los planes, un hecho que debió servir de advertencia a Ettore, quien se empecinó en seguir adelante con el proyecto pese a que se avecinaban muy malos tiempos para un automóvil como el Tip 41.
El primer Royale finalizado no pudo ser entregado al rey de España en 1928 como estaba previsto, en 1929 se desploma la bolsa y se lleva consigo a casi todas las fortunas capaces de adquirir un Bugatti Royale, pero Ettore sigue adelante. De los treinta chasis previstos sólo se fabricaron 6 entre 1927 y 1933 y sólo 3 se vendieron. Un desastre absoluto que Ettore debió haber previsto, pero que por fortuna llevó a cabo para deleite de futuras generaciones.
El mejor coche del mundo era excesivo en todo. Su tamaño es una locura. La distancia entre sus ejes es de 4,3 metros, más que la longitud total de un coche mediano como el VW Golf actual. En total, un Royale mide 6,4 metros de largo, más de 2 metros de ancho y 1,8 m de alto. Sólo sus ruedas miden casi 70 cm de diámetro, embutidas en unas gigantescas llantas de 24 pulgadas diseñadas por Bugatti y cuya construcción de aluminio era una patente propia en la que se basan las actuales llantas de aleación ligera.
Su formidable chasis pasaba de las 3 toneladas una vez carrozado y Ettore tuvo que recurrir al mayor motor fabricado en un bloque monopieza hasta la fecha para moverlo. Un enorme motor de 8 cilindros en línea de 12,7 litros de cilindrada rendía 300 CV, una cifra que nos puede parecer modesta, pero su par motor era capaz de arrastrar un tren automotor y proporcionaba unas buenas aceleraciones al Royale, que era capaz de superar los 180 km/h.
Era el coche más lujoso y avanzado del mundo en su día, pero no tenía ni aire acondicionado, ni elevalunas eléctricos… el lujo era otra cosa hace casi un siglo. Su carrocería es una auténtica escultura, su interior está forrado con las mejores telas y maderas de la época, los tiradores de las puertas son obras de orfebrería… es un objeto extraordinario hecho con la combinación de cientos de piezas que son esculturas en sí mismas.
De las seis unidades fabricadas, los Schlumpf se hicieron con dos de ellas. En la actualidad, estos coches tienen una cotización superior a los 20 millones de euros. A mediados de los años ochenta cambió de manos el último Royale por un precio de 1.100 millones de pesetas de entonces, siendo el coche más caro de la historia hasta la fecha.
De las dos unidades auténticas que hay en el museo (el verde es una réplica), una es la número 4, con carrocería cerrada y cuyo primer propietario fue el capitán inglés Cuthbert W. Foster, que no lo pagó con su sueldo de militar, sino con la enorme fortuna de su familia, propietaria de unos conocidos almacenes. Años más tarde, en 1956, pasó a formar parte de la colección conocida como “Los Bugattis de Shakespeare”,- una historia que te recomiendo que busques y leas- y en 1963 fue adquirido por Fritz Schlumpf, quien cargó todos los Bugatti de esta colección en un tren para su museo.
El otro ejemplar del museo es el propio Royale de Ettore, un coche que permaneció en la familia Bugatti hasta que la familia tuvo que deshacerse de él por problemas económicos en 1963, cuando lo compró Fritz.
Es el primer chasis Royale y, por lo tanto, el que debería haber acabado en manos de Alfonso XIII en España. Bugatti se lo quedó y lo usó con frecuencia. Aunque no debía de ser un coche fácil de conducir, Ettore se quedó dormido en uno de sus viajes desde París a Alsacia en 1930 y tuvo que ser recarrozado, momento en el que recibió uno de los signos más distintivos de esta especialísima unidad: el primer techo panorámico de la historia en un coche. La idea se le ocurrió a su esposa, que le comentó que le gustaría poder ver las estrellas viajando en el coche, de modo que Ettore encargó abrir una claraboya en su habitáculo.
Es una pena que este coche no pueda hablar, porque ha pasado de todo. Durante la ocupación nazi, la familia Bugatti lo emparedó para que no fuese expropiado por los alemanes junto con los otros ejemplares de chasis 41 que no logró vender (el 41.141 y el 41.150, dos coches con historias de lo más singulares).
Para hacernos una idea de la situación de Bugatti tras la Segunda Guerra Mundial, el chasis 41.141 fue vendido en 1950 por sólo 571 dólares y dos frigoríficos General Electric… menuda operación, porque en 2001 fue subastado por 10 millones de libras y todavía ha habido otro cambio de manos más del que se desconocen cifras y nombres. Puede que parezca que los Bugatti hicieron un mal negocio con esta venta, pero está claro que en 1950 las necesidades eran otras.
El chasis 41.150 ha tenido al fundador de Domino´s Pizza entre sus propietarios, quien lo vendió en 1991 por 8 millones de dólares.
Aunque sólo se terminaron 6 chasis, sí se fabricaron todos los motores. Los 23 motores restantes se emplearon en un tren automotor que Bugatti fabricó para la red de ferrocarriles francesa SCNF. Para aumentar su fiabilidad, la potencia de los motores se redujo de los 300 a los 200 CV. Pese a esta pérdida de rendimiento, el automotor fabricado por Bugatti tiene el récord de velocidad media para este tipo de trenes, con nada menos que 196 km/h.
El mejor museo del automóvil del mundo
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Paco Climent
Rubén Fidalgo